Carta abierta al H. Congreso de la Unión

Zacatecas, Zacatecas a 7 de abril de 2025.

¿Quién tiene el derecho de decidir qué cultura debe desaparecer? Me dirijo al H. Congreso de la Unión, reconociendo la labor de los legisladores de la Cámara de Diputados y la colegisladora Cámara de Senadores, valorando la importancia de su investidura, pero también con la firmeza de un ciudadano comprometido con la cultura, la tradición y la realidad de nuestro país. Soy un ferviente amante del arte taurino, una manifestación profundamente arraigada en nuestra historia que, aunque para algunos resulta controversial, constituye —desde mi perspectiva— una parte fundamental de nuestra identidad cultural.
En estos momentos, cuando en el H. Congreso de la Unión, se discute la llamada “Ley de toros sin sangre”, conviene hacer una pausa reflexiva y preguntarnos: ¿quién está verdaderamente facultado para determinar qué rasgos culturales deben desaparecer y cuáles deben permanecer? Esta interrogante cobra relevancia ante declaraciones como las realizadas por la jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Clara Brugada, quien, previamente a la discusión del dictamen, afirmó: “La cultura, la música, el arte, e incluso los derechos cambian, evolucionan, se transforman, y las grandes ciudades tenemos la obligación de transformarlos a la vez.”
Este tipo de afirmaciones parte de una noción lineal del progreso, donde lo nuevo es sinónimo de lo mejor y lo tradicional se asocia con lo bárbaro. Sin embargo, la cultura no es un objeto desechable, ni una moda pasajera; es un entramado de símbolos, identidades e historia que merece ser comprendido antes que anulado. Cuando se legisla desde esta lógica del «avance», sin un diálogo profundo con la pluralidad de visiones que existen en un país tan diverso como México, se corre el riesgo de imponer una moral única que clasifica y desecha, según su propio juicio, aquello que aún tiene sentido y aquello que ya no lo tiene.
Así, esta legislación plantea una paradoja moral difícil de ignorar, que refleja un doble estándar en su aplicación. Por un lado, la reciente aprobación de la “Ley de toros sin sangre”, pretende poner fin a una tradición que, para muchos, representa un acto de crueldad desmedida contra un ser vivo. Por otro lado, los defensores de los derechos animales celebran esta decisión como un triunfo ético. Sin embargo, la misma sociedad que condena la muerte ritual del toro de lidia tolera —e incluso invisibiliza— el sacrificio diario y sistemático de miles de reses en mataderos para el consumo humano.
¿Dónde se traza, entonces, la línea entre la violencia inaceptable y la violencia normalizada? El problema no radica únicamente en el sufrimiento del animal, sino en la forma en que decidimos ver —o no ver— ese sufrimiento. Resulta contradictorio que, en nombre de la compasión, se legisle contra una práctica cargada de simbolismo cultural, mientras se guarda silencio frente al exterminio masivo de especies cuyo único destino es convertirse en alimento.
Esta postura selectiva expone con crudeza la existencia de una moral intermitente, que parece no estar guiada por un compromiso real con los derechos animales, sino por un impulso colectivo de aliviar la culpa. Lo que se legisla, en realidad, no es en favor del toro, sino en favor de una conciencia social incómoda que busca limpiarse sin dejar de matar reses y otras especies para satisfacer su alimentación. La condición humana se manifiesta aquí no como defensa de la vida animal, sino como un ritual expiatorio que proyecta la culpa en una figura —el torero— y redime al resto.
Por todo ello, y desde el respeto que merece toda evolución social auténticamente dialogada, proponemos que esta discusión no se base en el juicio moral de unos cuantos, sino en un verdadero análisis cultural y ético que permita comprender, antes de suprimir, la riqueza de las tradiciones que conforman nuestra identidad como nación.
Concluyo afirmando lo siguiente: nadie está facultado para decidir qué se debe transformar y qué no. Desde una perspectiva ética y democrática, la cultura no debe ser “suprimida” sin un proceso de reflexión colectiva en el que se valore la diversidad cultural y se dé espacio a la participación de todos los sectores involucrados. Ratifico así mismo, que nadie tiene derecho a violentar nuestra libertad.

ATENTAMENTE
Eduardo Ramírez Ortiz
eduardoramirezortiz@yahoo.com.mx

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