CUANDO LA VOZ SE ENJAULA SE ASOMAN LAS BARRERAS INVISIBLES DE LA COMUNICACIÓN

Romper el silencio no es falta de respeto, es un acto de dignidad que nos devuelve la voz y la libertad.

Hay palabras que arden en la garganta y no se pronuncian. Sentimientos que se disuelven en la saliva por miedo, por costumbre o por esas barreras invisibles que la sociedad ha levantado con cuidado quirúrgico. Hablo de las restricciones en la comunicación asertiva: esa habilidad tan valiosa como escasa de decir lo que pensamos y sentimos sin herir ni callar.

En un mundo que grita desde los extremos, la asertividad parece un susurro que pocos escuchan y menos practican. Pero ¿por qué cuesta tanto? Porque desde niños nos enseñaron a callar por respeto, a complacer por cortesía, a no incomodar. Así, nuestra voz fue domesticada como un ave en jaula dorada: bonita, sí, pero prisionera.

La comunicación asertiva es una danza entre la honestidad y el respeto. No se trata de alzar la voz, sino de usarla con propósito. Sin embargo, muchas personas tropiezan en ese intento porque arrastran miedo: a ser juzgados, a ser rechazados, a ser malinterpretados. El “mejor me lo guardo” se convierte en mantra cotidiano. Y así, las relaciones humanas se llenan de silencios incómodos y verdades no dichas.

Las restricciones no siempre vienen de fuera; a menudo, son barrotes mentales que hemos aprendido a soldar. El machismo, por ejemplo, ha enseñado a muchos hombres que expresar emociones es debilidad. A las mujeres, que exigir es grosero. A los jóvenes, que cuestionar es rebeldía. A los mayores, que ceder es perder poder.

Pero comunicar con claridad no debería ser un acto de valentía, sino de humanidad. Ser asertivo no es encender una fogata en medio de un bosque seco; es más bien llevar una linterna para iluminar lo que no se ve. Nos permite poner límites sin culpas, pedir sin miedo, disentir sin destruir.

Es urgente romper esas jaulas invisibles. Enseñar que no hay que gritar para ser escuchado ni callar para ser aceptado. Que expresar no es lo mismo que imponer, y que la empatía no está reñida con la firmeza.

Callar por costumbre es normalizar la injusticia emocional. Es tiempo de romper la jaula, alzar la voz y habitarla con valentía. Porque quien no dice lo que siente, acaba sintiendo lo que no dijo.

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