En una acción completamente unilateral, el Gobierno Federal ha protagonizado un nuevo episodio al apropiarse de los fideicomisos del Poder Judicial —por un monto cercano a los 11 mil millones de pesos— sin previo aviso, sin diálogo y en plena vigencia de suspensiones judiciales. Esto va mucho más allá de un simple diferendo administrativo o financiero; es, en realidad, una señal inequívoca de la erosión del equilibrio republicano que debería regir las relaciones entre los poderes del Estado.
La decisión de Nacional Financiera (Nafin) de transferir los recursos a la Tesorería de la Federación, obedeciendo «instrucciones superiores» y sin respeto alguno a las resoluciones judiciales vigentes, es un acto que no solo violenta los contratos y procedimientos, sino que exhibe una preocupante falta de cortesía institucional y, sobre todo, de oficio político por parte del Ejecutivo y el Legislativo, que parecen actuar de manera concertada bajo la lógica de la imposición.
Este hecho es la más reciente expresión de un poder que ha dejado de ver a los contrapesos constitucionales como pilares de la democracia, y que más bien los considera obstáculos que deben ser sorteados, doblegados o ignorados. Montesquieu advirtió hace siglos sobre la importancia de dividir el poder para evitar el despotismo, una máxima que hoy parece archivada como pieza de museo en los manuales de civismo.
El retiro de estos fondos —que originalmente estaban destinados al pago de pensiones, mantenimiento de viviendas para jueces, apoyos médicos y desarrollo de infraestructura judicial— no solo abre un vacío financiero que afectará a trabajadores y jubilados, sino que también profundiza la tensión entre el Gobierno y el Poder Judicial, debilitando aún más la confianza ciudadana en las instituciones.
La acción, al margen de sus justificaciones legales o políticas, exhibe el creciente desequilibrio de fuerzas en el aparato estatal mexicano, donde la voluntad del Ejecutivo parece bastar para imponer decisiones que afectan a otro poder, sin mediar explicación ni consenso. Un ejemplo claro de que, en la práctica, el principio de la separación de poderes vive horas bajas.