No todo lo que brilla en redes es oro comunicativo: el mensaje vale más que el eco.
En este océano digital donde navegamos todos los días, los influencers son como faros luminosos… pero no todos guían hacia puerto seguro. Algunos solo deslumbran, sin dirección. Y es que en la era de las redes sociales, se ha confundido la capacidad de atraer miradas con el arte de comunicar. Como especialista en comunicación, creo que es momento de lanzar una bengala: no todo lo que se viraliza comunica, y no todo influencer tiene un mensaje que valga la pena escuchar.
Las redes están llenas de fuegos artificiales: espectaculares, fugaces, vacíos. Se celebran los likes como trofeos y se mide la credibilidad en seguidores, no en argumentos. Pero la verdadera comunicación no grita, conversa. No busca brillar, busca conectar. No es espuma, es raíz.
Mientras tanto, muchos influencers, aún con millones de seguidores, carecen de brújula ética o sentido de responsabilidad. Sus publicaciones entretienen, sí, pero no necesariamente construyen. Y lo preocupante es cuando se les otorgan espacios de poder simbólico o político, como si la fama digital bastara para hablar de todo… incluso de lo que no comprenden.
¿Qué nos dice esto como sociedad? Que hemos puesto el micrófono en manos de quien genera ruido, no necesariamente ideas. Que confundimos la caja de resonancia con el mensaje. Que muchas veces preferimos el efecto viral al contenido vital.
Las redes, como una plaza pública sin reglas claras, nos exigen discernimiento. No todo mensaje con filtros transmite verdad. No toda historia contada en 15 segundos merece nuestra credibilidad. La comunicación de verdad es como una semilla: necesita tierra fértil, intención y tiempo para dar frutos. En cambio, el contenido vacío es como el humo: se disipa sin dejar huella.
No estoy en contra del entretenimiento ni del humor ligero. Pero sí me preocupa que olvidemos el poder del mensaje bien construido, reflexionado, comprometido. Porque cada publicación es una oportunidad de influir… para bien o para mal.
Hoy más que nunca, quienes tenemos formación en comunicación debemos alzar la voz. Formar audiencias críticas, fomentar la ética en el discurso, y promover mensajes que informen, eduquen y conmuevan. Porque si dejamos que los algoritmos decidan qué vale la pena, habremos cedido el timón de nuestra conciencia colectiva.
La comunicación no puede seguir siendo un espectáculo vacío. Es tiempo de que volvamos a escuchar, a cuestionar y a elegir qué voces queremos seguir. Porque el mensaje no solo debe hacerse viral: debe hacernos pensar.
Y ahí radica la verdadera influencia.