En esta Semana Santa, mientras muchos reflexionan sobre la vida, la fe y los silencios que nos habitan, pienso en el poder de la comunicación como una forma de esperanza. Porque sí: comunicar es, muchas veces, traer de vuelta lo que creíamos perdido. Un puente tendido entre lo que somos y lo que soñamos ser.
Como especialista en comunicación, he visto cómo una palabra dicha a tiempo puede cambiar el curso de una historia. Como una frase honesta puede liberar emociones, curar heridas y reconciliar mundos. Comunicar con verdad, empatía y propósito es el aliento cotidiano que necesitamos en un mundo que a menudo se llena de ruido, pero carece de escucha.
Esta semana, una imagen me sacudió: una madre abrazando a su hijo tras años de distancia. No fue solo el reencuentro físico lo que me conmovió, sino lo que se dijeron. Un “perdón” tímido, un “te extrañé” sincero y un “aquí estoy” que lo dijo todo. Esa escena me recordó que comunicar es también un acto de fe: creer que el otro merece escuchar lo que guardamos en el corazón.
Vivimos tiempos donde la comunicación está saturada de filtros, pantallas y algoritmos. Pero más allá de los dispositivos, sigue siendo la herramienta más poderosa para construir esperanza. La palabra que alienta, la que consuela, la que propone. La palabra que, como el mensaje pascual, nos recuerda que siempre es posible volver a empezar.
Hoy más que nunca, urge comunicar con sentido. Ser mensajeros de vida, no solo emisores de información. Elegir el lenguaje que une, no el que separa. En cada conversación, tenemos la oportunidad de ser luz para alguien más.
Porque al final del día, comunicar es creer que aún hay algo que vale la pena decir. Y eso, en sí mismo, ya es una forma de generar esperanza.