La Reforma Judicial en México: Entre la Democratización y el Riesgo de Improvisación



La propuesta de reforma al Poder Judicial que contempla la elección popular de jueces y magistrados representa un momento sin precedentes en la historia jurídica de México. Esta iniciativa pretende trasladar a la ciudadanía la facultad de decidir quiénes integrarán los órganos jurisdiccionales, lo cual constituye un intento por abrir al escrutinio democrático una estructura tradicionalmente dominada por criterios de carrera judicial y selección interna.
           Desde una mirada criminológico-penal, este cambio estructural puede entenderse como una oportunidad para acercar la justicia a la sociedad. Al permitir que los ciudadanos participen directamente en la elección de quienes administran justicia, se busca fortalecer la legitimidad del sistema judicial, dotarlo de mayor sensibilidad social y romper con dinámicas jerárquicas y cerradas que históricamente han excluido al ciudadano común del debate jurídico.
           Este modelo, en principio, podría favorecer una mayor rendición de cuentas, fomentar conductas éticas en la función jurisdiccional y evitar que el poder judicial siga capturado por intereses político-económicos. La expectativa es clara: una justicia más transparente, accesible y acorde con las necesidades reales de la población.
           No obstante, junto con estos posibles beneficios emergen también serios riesgos operativos e institucionales. Uno de los más evidentes es la posibilidad de que cargos altamente especializados sean ocupados por personas sin la formación jurídica necesaria, sin experiencia en la implementación del sistema penal acusatorio y sin dominio de disciplinas fundamentales como la criminología, correcta aplicación de ejecución de sanciones, la política criminal o los derechos humanos.
           El carácter técnico de la función judicial no puede quedar subordinado a la popularidad o a las habilidades de campaña electoral. El acceso a estos cargos mediante el voto popular, sin filtros adecuados de evaluación profesional, puede desembocar en una justicia improvisada, con decisiones guiadas por el oportunismo político o el ánimo de complacer demandas sociales sin un sustento normativo sólido.
           Este riesgo se ve amplificado si se considera la posibilidad de que las decisiones judiciales se vean influidas por criterios de afinidad ideológica, presiones mediáticas o intereses de grupo. De ser así, se comprometería seriamente la imparcialidad judicial, produciendo fallos que prioricen la aceptación pública sobre el cumplimiento estricto del derecho. A ello se suma el riesgo de una judicialización populista, jueces y magistrados elegidos por afinidades ideológicas o presiones de grupo que podrían emitir sentencias no en función del derecho y la evidencia, sino en búsqueda de aceptación social o política. Este fenómeno puede producir efectos devastadores: desde decisiones excesivamente punitivas para complacer la demanda social, hasta fallos indulgentes que beneficien a ciertos actores por motivos de simpatía política o intereses clientelares. La consecuencia inmediata sería la erosión del principio de imparcialidad, vulnerando la balanza de la justicia y afectando la proporcionalidad penal.
           Otro factor de preocupación es la alta rotación de jueces que podría derivarse de un sistema electoral periódico. La justicia penal requiere estabilidad, coherencia jurisprudencial y continuidad institucional. La alternancia constante, motivada por dinámicas electorales, podría minar la certeza jurídica y generar un entorno de inseguridad tanto para víctimas como para personas procesadas. En este contexto, también se vislumbra un riesgo político mayor: que el Ejecutivo se deslinde de las decisiones del Poder Judicial bajo el argumento de que:
“Fueron los propios ciudadanos quienes eligieron a esos jueces, así que deben aceptar sus decisiones, por más injustas, duras o erráticas que parezcan.”
           Esta narrativa podría usarse para justificar fallos cuestionables o errores judiciales, debilitando aún más la ya frágil división de poderes.
           Además, existe una desigualdad evidente en el acceso a esta contienda judicial. No todos los perfiles técnicamente preparados cuentan con los recursos para realizar campañas o alcanzar visibilidad pública. Esto abre la puerta a que el proceso de selección privilegie la popularidad o el respaldo político por encima del mérito, afectando la profesionalización del sistema de justicia.
           Finalmente, debe señalarse una práctica preocupante que ha comenzado a observarse: la distribución de “acordeones” o listas predefinidas de candidatos por parte de ciertos sectores del poder, buscando orientar el voto ciudadano. Esta estrategia convierte un ejercicio democrático en un mecanismo de control político, vulnerando la libertad de elección y debilitando la legitimidad del proceso.
            En suma, aunque la reforma pretende democratizar el acceso a la judicatura, su implementación sin salvaguardas técnicas y éticas suficientes puede poner en riesgo la autonomía judicial y generar efectos adversos en el sistema penal. La justicia no puede ser fruto de la improvisación ni rehén de intereses políticos. Requiere de profesionalismo, institucionalidad y una ciudadanía informada, consciente del peso que implica elegir a quienes decidirán sobre la libertad, la seguridad y la dignidad de las personas.

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